La riqueza de lo simple en la era de lo innecesario
Este es un artículo de opinión algo personal, distinto a lo que suelo compartir en este rinconcito digital. Pero hay algo que me viene dando vueltas en la cabeza desde hace tiempo y que, aunque vivo y trabajo en tecnología, me hace mirar con cierta distancia la manera en que nos estamos relacionando con ella.
No deja de sorprenderme la avalancha de aplicaciones móviles para las tareas más mundanas: una para hacer la lista del súper, otra para no procrastinar, otra para beber agua, otra para dormir, otra para despertarse, otra para anotar las contraseñas… y así hasta el infinito.
En algún momento, con la llegada de los smartphones, nos empezamos a achanchar como sociedad. Y no hablo solo de lo físico, sino también de lo mental.
Antes de las apps
Antes de los teléfonos inteligentes y las Palm… ¿cómo hacíamos? Como cualquiera: anotando, recordando, preguntando, pensando.
Yo, al día de hoy, todas las mañanas antes de salir a la oficina, agarro mi cuaderno a rayas de tapa blanda y una birome negra común y corriente. Es mi kit indispensable. No tiene inteligencia artificial, no necesita internet, si se cae no se rompe, y si se llena, compro otro.
No es una agenda “smart”. Es solo un cuaderno. Y sin embargo, ahí anoto mis tareas, mis compras, ideas para videos, hasta fórmulas que después resolveré con la calculadora del teléfono. Porque ponerlo en papel me ayuda a pensar, a ver, a ordenar. Ninguna herramienta digital ha logrado reemplazar eso para mí.
Tecnología, sí… pero con filtro
Si están leyendo esto, seguramente sepan que me dedico a la tecnología. Sin embargo, en mi vida personal no soy tan tecnológica. No tengo un smart home, ni una aspiradora robot, ni me deslumbra cada nuevo modelo de IA generativa.
En cambio, en el living tengo un piano. Desayuno escuchando radio AM con mi pareja. Y si necesito la cotización del MEP, uso un bot que programé en Python, que me da el valor exacto en segundos, sin depender de una app que además me ofrezca invertir en criptomonedas, comprar dólares o contratar un seguro.
Porque ahí está el punto: no todo requiere una app, y mucho menos inteligencia artificial. Hay cosas que podríamos resolver simplemente usando la cabeza.
Lo que nos hace perder músculo
No quiero demonizar la tecnología: hay apps realmente útiles. Pedirle a Siri que me recuerde llamar a alguien dentro de dos semanas con un comando de voz es realmente práctico. Pero una aplicación que me avise que cada tres horas debo tomar agua… ¡Es un montón!
Hace un tiempo, con mi pareja, redujimos muchísimo el delivery. No porque no podamos pagarlo (aunque los precios están por las nubes), sino porque nos dimos cuenta de que nos daba pereza caminar tres cuadras por una pizza. Y ahí me cayó la ficha: esta industria del “te lo traigo a casa” nos está quitando ganas, movimiento, y hasta habilidades que antes teníamos sin pensar.
Volver a lo básico
Por eso, cada vez disfruto más ir yo misma a comprar los alimentos con mi carrito, cocinar, y anotar mis recordatorios en un cuaderno. No se trata de renunciar a la tecnología, sino de decidir dónde realmente suma y dónde solo nos está debilitando.
Tal vez lo que más me preocupa es que, entre tantas notificaciones, recordatorios y automatizaciones, estemos perdiendo esa conexión directa con lo que nos rodea… y con nosotros mismos.
Porque, a fin de cuentas, no hay app o inteligencia artificial que pueda reemplazar la satisfacción de tachar con birome una tarea cumplida.